4.11.07

Ruano

Me dijo que estaba enferma, y le creí, le quise creer, y por supuesto, no pregunté más.

Le pasaba algo común, una enfermedad que según las estadísticas, crecía en número de enfermos y se expandía con total descaro por el planeta. No se sabía si era infecto contagiosa o hereditaria, no se sabía si era síndrome o simplemente algo pasajero, no se sabía nada de aquel trastorno. Las cifras en Europa eran alarmantes, se comparaba con el cáncer, guardando las proporciones, y la OMS emitía con frecuencia, llamados a cuidarnos de tal fenómeno, que al parecer, había mutado desde los gatos de monte y se habría trasmitido a los humanos con una rapidez abismal.

Creía que había comenzado hacía un par de meses, cuando se quedaba dormida en cualquier parte y despertada sin recordar lo que había pasado en las últimas horas antes de caer en el sopor. Creyó que simplemente estaba cansada, y optó por tomarse unas vacaciones para pasar los malos ratos. Así que se fue 3 semanas a la casa de su madre, a unos 50 Km. de la ciudad, en un pueblo en la cordillera, alejado de tanta estupidez y agobio urbano.

Los primeros días el cuerpo se lo agradeció, dormía perfecto, a las horas que debía ser, comía bien y se sentía con más energía que nunca, como una niña de 11 años. Pero pronto, el organismo le pasó las facturas de lo que creía era el cansancio, despertaba sudando en medio de la noche, se desmayaba, le tiritaban las piernas y solía vomitar si permanecía largo rato acostada.

Su madre le advirtió que eso no era fatiga, que eso era mal de ojo, o quizás algún espíritu le había entrado en el cuerpo, que se lo estaba haciendo trizas por dentro, que se quería comer las entrañas para que se desangrara. Ella pensó que eran exacerbaciones de su madre, y al fin de las 3 semanas volvió a la ciudad pensando que había descansado como nunca y que podría volver al trabajo en total plenitud.

Yo me di cuenta que no andaba bien, que era mentira que había descansado, que seguramente era otra cosa lo que le pasaba, que no era normal andarse desmayando y durmiéndose en cualquier parte, que ni el cansancio ni el mal de ojo le podían descompensar así el organismo, y que era una irresponsabilidad de su parte el no ir al médico, el negarse a perder 30 minutos en ser atendida y examinada, recibir una receta con un par de medicamentos que consumiría en cómodas dosis y que le regularían el mal. Ella me escuchó con la paciencia y con la atención que le da una madre a un hijo que pretende explicarle la travesura que ha conseguido la reprimenda de una maestra en el colegio; me escuchó con esa atención maternal, para finalmente decirme a modo de eufemismo, que ella sólo estaba un poco descompuesta.

Esa misma noche me metí en Internet a buscar qué enfermedad era esa, la que ella no se atrevía a saber, la que negaba en existencia, como si aquellos síntomas fueran tan comunes como ir al baño todos los días, como desayunar y respirar.

Ingresé al buscador los síntomas que ella me había mencionado, y no tardé mucho en dar con una serie de enfermedades y síndromes posibles. No quise llamarla, sólo di por cerrado el tema, llegaría el día en que sirviera todo eso, el día en que Elena llegara contándome que estaba enferma, que le quedaban meses de vida, o que la enfermedad era curable, asunto de meses de tratamiento y punto; Carlos, me voy a morir; Carlos, perdóname por no escucharte; oye, no es nada, sólo estoy cansada.

Elena Ruano nació hace 37 años, yo hace 24. Elena no sabía nada de mí porque todo lo que yo le contaba le atravesaba las orejas como si fuera una flecha, y pasaba de una a otra, atravesándole el cráneo y luego el cerebro, para salir por la otra oreja, como si lo que le dije sólo fuera el delgado tubo que quedaba entre una oreja y otra. Nunca me oyó, y la verdad, tampoco me importaba mucho el que no lo hiciera, porque yo sabía que jamás me entendería, me daría un consejo o un par de palabras en desuso a modo de consuelo, nunca lo esperé. Por eso la quería, porque podía hablarle de todo, contarle todo, y ella tendería sus manos sobre sus rodillas y susurraría algo ininteligible, con la mirada intentando ver más allá de mí.

Nunca debe haberme oído, escuchado sí, pero no oído. Supongo que mis palabras sonaban a aire, y tal vez ese estado de ausencia, era también propio de la enfermedad, quizás así comenzaba manifestándose.

Sin embargo, yo la conocía perfecto. Ella era de esas mujeres que no cree ni en la ciencia ni en la mitología popular, que no cree ni en ovnis ni en la NASA, que no cree en McDonal’s ni en las chorrillanas. No en políticos, no en enfermeras, no en odontólogos, no en agricultores, no en el fenómeno del niño, no en el chupacabras, no en Marx, no en Hitler, no en Nietzche, no en Don Francisco, no en el chacal de la trompeta, no en la onda disco ni en la nueva ola. Ella más que mantenerse indiferente ante todo esto, simulaba una suerte de repudio e ignorancia prejuiciosa, ante todo lo que fuera urbano, rural, oriental, occidental o meridional. Pero porque no le interesaba saber, creo que ella tenía una sola fe, y bastante acertada, decía siempre que lo que es y persiste, es lo único que importa, el resto es basura, que no te ocupe el cerebro lo que algún día será olvidado. Por eso no quería saber qué le pasaba, ella también sería olvidada, en 100 años más nadie irá a ver su tumba, o quizás su tumba sea aplastada por un rascacielos lleno de oficinas, que no se tomará la molestia de ser construido con la salvedad de trasladar los restos de muertos olvidados, no se tomará nadie esa molestia, entonces el edificio los aplastará a todos y estos no podrán hacerse más polvo, porque ya anda es más polvo que ellos.

Cuando me dijo que estaba enferma, no me importó, no pregunté más porque le creí, porque sabía de qué se trataba, porque bueno, la cosa es así, todos estamos de paso, la muerte está sobre valorada, como nace más gente de la que muere, todos creemos que es cuestión de suerte morir y no, que son desafortunados los que llegan ahí, como si nada, como si alguien hubiese movido un dedo. Y lo lloran, y se deprimen, se desconsuelan terriblemente, y no saben que ellos también morirán y serán llorados, en mayor o menor cantidad. Pero lo más probable es que alguien los llore, los entierre y les lleve flores.

Elena me dijo que no quería tratarse porque sería gastar plata de más y que prefería derrocharla en la gente preciada, a dejarlos a todos con deudas. Así que me invitó a un bar esa noche, nos tomamos algo que nos calentaba bien, porque hacía frío, y conversamos por primera vez de nuestras vidas. Nada profundo, porque para ella las cosas profundas no existían, todo estaba en latencia, todo tenía un propósito que después era nada. Conversamos de comida, de gatos, de perros, de tele de cine, de calles, de casas, de ríos, de nuestras madres, de su hija y de mi abuelo. Conversamos de su carrera académica y mi vida universitaria, me contó chistes, yo le conté números, y finalmente nos quedamos sonriendo hasta que ella se me cayó en los brazos de sueño y me la llevé a mi casa.

La acosté en mi cama y la tapé bien, le puse un guatero y prendí el equipo. Bach de fondo, o Vivaldi O Debussi, para el caso es lo mismo, ya que lo más probable es que fuera Satie porque me dio pena y ternura. Me senté al borde de la cama y pensé que yo estaba más viejo que ella, me dije: Carlos, se te han anudado los dedos, Carlos, tienes las rodillas más huesudas, Carlos, tu tesis la defiendes el próximo mes, Carlos, Elena se muere, que se te mueran los amigos es signo de vejez.

En la mañana me despertó Elena, me sacudió despacio y me remecí de susto, me imaginé en medio de la calle, despertando de un bocinazo o con un silbido de policía, pero no, era ella que me despertaba suavecito y me recordaba que era jueves y tenía que ir a trabajar. Llamó a su casa APRA avisar que estaba bien, que se había quedado dormida en… ¿En dónde Carlos?, en un bar, Elena. Ah… si, me quedé dormida en un bar, Carlos me trajo a su casa. Y siguió su día, con alegría, se fue a la Universidad y yo me duché con calma.

Cinco días después, Elena amaneció muerta en su cama, y nadie supo cómo, pero los médicos dijeron que la enfermedad había sido descubierta y que gracias a un científico austriaco, estaba a punto de encontrar el antídoto. Nos deprimimos, si Elena hubiese resistido más… si Elena hubiese resistido un par de meses, hubiese sido curada… Si hubiese resistido más, tampoco habría trascendido, nadie trasciende, lo más seguro es que su falta de fe en la ciencia hubiese hecho que se riera de ellos y les dijera: yo igual me muero algún día, que más da antes o después, igual gozo a todos como si fuese el último día; y se hubiera ido a tomar un mate con su mamá al campo, o a comer cualquier cosa a la calle, porque de algo hay que morirse, aunque sea de colesterol por las nubes, por exceso de sopaipillas aceitosas.

1 comentario:

Pietro Galleani dijo...

ya te dije ya , éste está bueno.

solo falta un quiebre al fin que permita la relectura.

te amo
bonita