26.3.06
La creación
Érase una vez, un ser que vivía solo, siempre lo había hecho, porque no existía nadie más. Él tenía el poder de crear, porque él mismo se había creado, aun que no tuviera registro de ello, porque siempre había estado allí, existía de siempre, él, era infinito.
Un día decidió poner en práctica su sabiduría y poder, crear el sueño que había calculado durante toda su existencia. Entonces, con sus ganas de crear existencia, crear vida y movimiento; comenzó a dar sentido a su sueño en esa dimensión vacía.
Pintó de negro aquel infinito, ese llamado “Universo”, lo lleno de cuerpos que se movían, que giraban, que generaban una fuerza tan grande que atraían a otros, y se prendían en fuego e iluminaban su entorno. A la distancia podían verse, como un insignificante punto luminoso, que aún así era poderoso y amenazante.
Este conjunto de astros formada galaxias, y vías, sistemas, un infinito aterrador, lleno de mundos creado por uno sólo, aquel ser que todo lo formaba, que le daba la fuerza y el sentido, como un titiritero, comenzó a impulsar su obra, para que comenzara a funcionar.
Allí, dentro de ese movimiento de esferas y cuerpos gigantes, rocas, fuegos y enormes fuerzas; un insignificante punto sería el foco para El Creador. Su centro de vida, llamado “Tierra”, porque de la tierra, del polvo y de esas pequeñas partículas había nacido cada uno de sus planetas y cuerpos, porque de ella también nacería la carne... y el agua. Se fecundaría, daría vida, porque la tierra es la base, y allí, sobre ese soporte, nacerían los seres que creerían en él, que lo jerarquizarían en lo más alto, lo llamarían Dios, Padre, Alá, Krishna, Jahvé...
Ese punto minúsculo estaba vacío, y en pleno proceso de formación, estaba indeciso, deforme y cada vez daba mayores indicios de ser el perfecto para la obra estratégica.
Cuando el tiempo lo quiso, y Dios estuvo preparado, comenzó a llenarse de relieves, de formas sólidas, de aguas que fluían con sabores distintos, con olores. Corrían masas de aire, vientos, con distintas sensaciones, llamadas temperaturas. Cada zona tenía su característica, sus colores, sus aguas...seres estáticos que se erguían incrustados desde la tierra, y se comenzó a alimentar de azul la cúpula del cielo, con la luz penetrante de la estrella que iluminaba la labor de El Creador.
El Nuevo Mundo giraba, en torno de éste cuerpo brillante, y también sobre sí misma, así cada parte de ella, podría alimentarse de la estrella y de su luz.
Así, otros como la Tierra imitaron su circuito, y planetas comenzaron a girar en torno al cuerpo luminoso... y formaron un sistema de planetas.
Pero algo le faltaba a su creación, estaba todo tan cíclico, demasiado intacto. Faltaba el ser que pudiera contactarse con El Creador, el ser que lo pudiera descubrir y desafiar. Ese ser que Él había soñado.
Por eso se comenzó a poblar el planeta de seres hechos de sangre, carne y hueso, seres que se movían y habitaban la tierra, desde sus aguas hasta sus árboles y aires. Se adaptaban a las temperaturas, a sus aguas, a sus verdes o a sus arenas, a cada uno de los elementos que El Creador anteriormente había creado.
Estos seres convivían y se desafiaban, se destruían y se ponían a prueba. Así el más fuerte, era el que estaba preparado para continuar su evolución en este planeta. Así, poco a poco, fueron quedando menos seres, los más fuertes y los dispuestos a cambiar por el mundo. Irían cambiando, adaptándose, evolucionando, y tarde o temprano ellos mismos, bajándose de su instinto, lograrían estabilizarse en 2 extremidades, erguir su cuerpo, y ver más allá de lo que creían posible. Buscarían, pensarían, procesarían los que ven, sienten, oyen, huelen... Razonarían. Luego a darse cuenta de que de pie podrían ver mejor, y todo estaba su alcance, sus extremidades superiores estaban libres, y podían utilizarlas mejor.
El Creador, creyendo listo aquel planeta, contempló su creación, y el Universo, sus galaxias, sistemas, astros y estrellas.
Él estaba feliz, y esperó días y noches, años y siglos, milenios, millones de primaveras... Hasta que un día, el fenómeno que él esperaba sucedió. Comenzaron a desafiarlo, utilizando ese intelecto desarrollado de ese instinto salvaje que algún día tuvieron, calcularon, actuaron según su conciencia, su interpretación de lo bueno y lo malo.
Se organizaban, se peleaban por ambiciones, comenzaban darle valor a las cosas, a luchar por tener y no por ser. Comenzaron a creer que la tierra era de ellos, y no que ellos eran de la tierra. Y abruptamente, en un abrir y cerrar de ojos, se levantaron cumbres de escombros, de mundo destrozado, de cadáveres víctimas de pensar.
Poco a poco, o mejor dicho, en unos pocos miles de primaveras, se transformó la Tierra, de un planeta utópico, a un calvario.
Los seres que pensaban, pensaron muy poco en lo que eran, pensaron muy poco en dónde estaban, calcularon mal, y se les fue gastando lo que tenían, lo que iban derrochando, lo que iban consumiendo, se les fue envenenando los seres que comían...
Todo estaba mal, y ellos progresaban en su desarrollo ambicioso, todo crecía, y crecimiento era sinónimo de más, de más vender, de más sacar, de más robar del planeta.
Dios lloraba, se lamentaba... ¿dónde había fallado?
Todo seguía su curso negativo, dónde unos tenían mientras otros humanos quitaban. Y Dios pensaba...
El error.
¡Ése era!
Haber creído que todo era perfecto, perfectamente cíclico, y no poner la piedra donde cayeran, haberlos hecho pensar en cómo salvarse de ese error. Le había faltado hacerles creer que no eran únicos, que en el universo había alguien más dispuesto a desafiarlos.
Dios pensó, y quiso darse unas vacaciones, había visto mucho en su infinita vida, y aun no envejecía. Por eso, cerró sus ojos imaginarios, y volvió a pensar en todo, sin errores, como un perfecto juego de simulación, deseó profundamente ver felices a todos.
De ese sueño común, se desprendió una semilla, que cayó lejos, en un planeta nuevo, lejano perdido en una galaxia a millones de años de la Tierra. Y crecieron, seres solos, sin la mano de Dios, crecieron y Dios no lo supo, crecieron y solos, sin impulsos, se equivocaron. Lo conocían, lo alababan, amaban a Dios sin que Él pensara en su existencia.
Y como si leyeran sus pensamientos, viajaron millones de años, suavemente, con calma y amor, pisaron la Tierra y sanaron a los corazones dañados de los seres humanos. Les mostraron que no estaban solos y que el miedo a no ser perfectos, debía hacerlos cambiar. Ahora les quedaba a los humanos, el simple deseo de volver al útero de la Tierra, y renacer como un ser nuevo y puro.Dios no entendía, pero también quiso ver cómo todo fluía con su propio curso, sin que él deseara más. Vio como la vida del mundo pasaba ante sus ojos, y la observó con calma y admiración. Pudo sentirse viejo en paz.